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Lingüística Español. "A palabras necias, oidos sordos."

Actualizado: 20 may 2023

Autora: Angela Pinilla Herrera


"Cuando vean su dirección en el formulario de aplicación para la Universidad de Los Andes, la van a rechazar automáticamente". Esto fue lo que escucharon algunas de mis compañeras del colegio que, como yo, estaban solicitando un cupo en Uniandes a comienzos de los años 90. A pesar de que mi colegio, femenino y católico, estaba entre las instituciones con mejor desempeño académico del sur de Bogotá, interesante y desafortunadamente, estas palabras vinieron justamente de una de las coordinadoras a cargo de las aplicaciones universitarias de quienes estábamos a punto de terminar el bachillerato. Estas mismas personas sabían perfectamente que Los Andes era mi primera opción, pero nunca osaron ofrecerme este absurdo y mezquino comentario porque conocían muy bien la gran ambición educativa que mi mamá había instigado en mí y seguramente quisieron evitar una indeseada reacción combativa. En Los Andes, cinco de nosotras terminamos el pregrado, pero hasta hoy me pregunto si alguna de mis otras compañeras le cerró la puerta a su sueño sucumbiendo a esta inexacta, desinformada y ruin advertencia de nuestras educadoras más cercanas.


El formidable ejemplo, ánimo y soporte incesante de mi mamá (profesora de historia y conferencista) y el auxilio generoso de mis tías, tíos y abuela maternos, en conjunción con un préstamo a largo plazo del ICETEX hizo posible mi paso por el Departamento de Lenguas Modernas de La Universidad de Los Andes. Con ellos y muchísima disciplina en mis estudios, no hubo manera de que el desinterés ni la ausencia absoluta de una figura paterna menoscabara el logro de mi objetivo más importante. Durante mis estudios de pregrado, me deleité en clases de extraordinarios profesores, e incluso obtuve una beca que me permitió cursar un semestre en una de las más prestigiosas universidades de Carolina del Norte con la matrícula, la vivienda, los libros y la comida completamente pagos. Fue esta experiencia, en la que alternaron capítulos de frustración y superación y triunfo, la que me permitió solidificar mi competencia en inglés.


Mi recorrido por Los Andes y ese semestre en el extranjero me expusieron a múltiples perspectivas y ramas relacionadas con el estudio de las lenguas, algo que no era común en programas similares de otras instituciones colombianas en aquel entonces. Me gradué enamorada de la sociolingüística y el francés y con intensos anhelos de continuar profundizando mis conocimientos en ambos. Así, pasé mi quinto año de biblioteca en biblioteca buscando (hasta la hora de cierre) información sobre convocatorias y oportunidades en el exterior. Tres semanas después de recibir mi diploma, viajé a Francia contratada por el Ministerio de Educación, para desempeñarme como profesora asistente de lengua española en dos escuelas de Rennes. Había sido uno de los cinco colombianos seleccionados por la Embajada de Francia y el ICETEX para desempeñar este trabajo durante un año. Para lograrlo, debo añadir que, durante mis últimos años de pregrado, me convertí también en el ratón de biblioteca de la Alianza Francesa y ahorraba tanto como podía del dinero destinado para mis almuerzos para comprar libros y revistas en francés. ¡Nada me hacía más feliz! Confieso, sin embargo, que fue una jornada larga, intensa y solitaria.


Un par de años más tarde, me casé en Bogotá con un hombre, que además de amoroso e inteligente, compartía conmigo la devoción por la lectura y las aspiraciones académicas. Tras la muerte inesperada y muy triste de mi madre en un accidente automovilístico, él pasó a ser el motor motivador en todo lo relacionado con mis propósitos educativos. Su trabajo nos trasladó al Suroeste de los Estados Unidos, donde decidimos encargar un bebé, aún con el radar plenamente activo en búsqueda de un programa de postgrado en lingüística. Con tres meses de embarazo, mi radar detectó un programa especializado en sociolingüística en el que fui felizmente aceptada y para el que me ofrecieron una ayudantía que me permitiría trabajar para la universidad, devengar un salario muy modesto y -lo más importante- que la universidad cubriera mi matrícula. Para mí, esta era la única forma viable de hacer un postgrado en los Estados Unidos y obtenerla superó todo malestar inherente de mi feliz embarazo.


Mi hija nació durante la semana de exámenes finales de mi primer semestre. Un mes después, tuve que asistir de nuevo a mis clases del programa de maestría y enseñar los dos cursos que tenía a mi cargo. Balancear ambos roles no fue nada fácil porque ninguna de mis obligaciones daba tregua y el cansancio era constante a pesar de contar con la ayuda permanente e incondicional de mi pareja. ¿Qué me mantenía en pie? El inconmensurable deseo de continuar aprendiendo y un indescriptible entusiasmo por diseñar y emprender mis propios proyectos de investigación lingüística.


Durante la maestría, tuve profesores excepcionalmente rigurosos para quienes reescribí innumerables versiones de cada proyecto. Y, aunque resultaba a veces tedioso y con frecuencia frustrante, solo haciendo pacientemente ajuste tras ajuste fue posible cumplir con las altas expectativas de estos educadores a quienes les seré por siempre grata. Siendo ellos mismos quienes me animaron a continuar con mis estudios doctorales, comencé a buscar un programa de doctorado que se ajustara a mis intereses.


Y en esta transición retornaron palabras necias desde varias latitudes. Por un lado, una profesora del pasado, al enterarse de mis planes, me dijo con sarcasmo "¿Entonces ahora los estudiantes pretenden superar a sus antiguos profesores?" A lo que respondí algo así como: "¡Pero por supuesto! ¿Quién querría quedarse en el mismo nivel?" ¡Ay! Aunque no me considero una persona arrogante, debo decir que el tono con que respondí y las palabras que seleccioné para hacerlo fueron intencionales porque esta persona fue clara e innecesariamente irrespetuosa. Por otro lado, no faltó quien me juzgara mal por querer hacer un doctorado siendo madre de una niña tan pequeña y teniendo un hogar al que “debía dedicarme de lleno”. Interesantemente en la mente de muchos individuos, la maternidad y tener aspiraciones educativas/profesionales continúan siendo trayectorias disonantes. Nadie dijo que este camino era fácil, pero, ojo: ¡A PALABRAS NECIAS, OÍDOS SORDOS!


Del Suroeste, nos mudamos al Medio Oeste de los Estados Unidos, donde estaba el programa de doctorado que quería cursar, en el cual también me ofrecieron una ayudantía como profesora y otra como asistente de investigación. Las responsabilidades académicas y laborales fueron arduas y sin tregua; mis profesores eran exigentes y ultra rigurosos. En las mañanas, andaba del apartamento a los salones de clase, la biblioteca y la oficina en el campus. Tarde en las noches, de regreso al apartamento al encuentro con mi esposo y mi hija, a quien -gracias a que siempre ha sido medio noctámbula- lograba ver con alguna frecuencia antes de dormir.


Mi hija, que siempre tuvo claro que su mamá trabajaba pero que -antes que nada- era estudiante, me dijo un día: "Si yo estoy en primer grado en la escuela, ¿tú estás más o menos como en grado veinte?" En medio de una sonora carcajada, lo más fácil fue responderle que sí. No sé exactamente en qué grado pensaba mi hija que yo estaba mientras jugaba a mi lado cuando preparaba las lecturas para mis clases, “ilustraba y coloreaba” mis libros al menor descuido, escuchaba mis historias sobre la recolección de datos para mi tesis, me veía escribiéndola y re escribiéndola de día y de noche o el día de mi graduación, pero esa anhelada ocasión llegó y la disfrutamos en pleno. “Doctor mami”, como me dice bromeando, es ahora profesora de lingüística y español y coordina dos programas de maestría en una universidad estatal del Sur de los Estados Unidos.


Para quienes se preguntan si mi niña sufrió algún tipo de trauma serio como consecuencia directa de que su mamá hubiera decidido hacer un doctorado, la respuesta es NO. Conté con el apoyo de mi pareja en el hogar, del mismo modo que él podía contar con la mía y mi hija creció en un entorno en el que los roles fueron siempre versátiles. Diecinueve años tras ese primer semestre y dos años después de que un agresivo cáncer nos arrebatara a mi compañero y su padre, tengo una hija que (1) puede navegar con facilidad en un campus universitario (a fuerza de haber prácticamente vivido en varios de ellos desde que estaba en mi vientre), (2) asume con seriedad su rol de estudiante universitaria, (3) interactúa con sus profesores (anteponiendo cualquier temor inicial que pueda surgir), (4) sabe establecer prioridades, (5) tiene una excelente noción del manejo del tiempo y (6) sig

uiendo el ejemplo de su mamá, sabe hacer caso omiso de palabras necias, incluso aunque no planee (por lo menos por ahora) hacer un doctorado.


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